Hoy vamos a comentar sobre este personaje histórico tan comentado a lo largo de la historia, importante por presidir el club jacobino en 1790. Toda su popularidad se debe a eso y a que fue un gran defensor de las reformas democráticas además de antimonárquico.
Maximilien de Robespierre nació en una familia burguesa el 6 de mayo de 1958 en Arras, capital de la región norteña de Artois (Francia), primogénito de un abogado, François de Robespierre y de Jacqueline Carrault.
Maximilien tuvo dos hermanas, Charlotte y Henriette, y otro hermano además, Agustin, el cual lo acompañaría en los comienzos de la Revolución.
Se describe a Maximilien de Robespierre como un hombre moderado e implacable. Como ciudadano se le conoce como justo y virtuoso, el cual estaba en contra de la pena capital, a los privilegios de casta (eliminó el "de" de su apellido), a los prejuicios de clase contra los bastardos o de género contra las mujeres, y a los castigos degradantes y luchador de la elección directa de los representantes del Tercer Estado, en contra mordazmente de los privilegios de la clase aristocrática y los lujos del clero.
Fue defensor de la libertad de prensa, de la igualdad civil, de la responsabilidad y de la soberanía popular, apoyó el permiso de ciudadanía a protestantes y judíos.
Bajo la influencia de Rousseau, piensa en la república como un centro de felicidad que solo una ciudadanía virtuosa puede hacer posible.
Desde el Club Jacobino que presidía, desde los Estados Generales, desde la Asamblea Nacional y Legislativa y desde la Convención, pues en todas ellas intervino, se entregó en implantar sus programas de reforma política y social, a la búsqueda enloquecida del republicanismo ideal y virtuoso que su mente imaginaba.
Pese a espantarle la violencia y más aún el derramamiento de sangre, poco a poco se fue convenciendo de que sin la fuerza no se podría implantar el bien supremo de una república feliz y virtuosa.
Saint-Just, el jacobino más ilustrado junto a Robespierre, que lo proclamó abiertamente: o las virtudes o el terror. Fue una decisión determinante, un paso sangriento al que estaban fatalmente destinados para salir de la encrucijada a la que se enfrentaron los jacobinos, quisieron edificar sobre la especie una cruel inmortalidad viéndose obligados a matar a su vez. No obstante, si retrocedían tenían que aceptar la muerte y si avanzaban tenían que matar.
En el fondo el drama de Robespierre es haber sustituido la política por la moral. Su obsesión por la virtud individual y colectiva le llevó a convertirse en un moralista implacable, empecinado en imponer a cualquier precio, incluso por la violencia, su ideal de una república democrática y virtuosa, un sueño de perfección ciudadana que devolviera al hombre al estado de felicidad que había descrito Rousseau, autor de cabecera que Robespierre recitaba de memoria.
El Terror no fue obra suya, fue un régimen dirigido por la Convención Nacional y por todos los patriotas que, puesto en marcha a través de los Tribunales populares, que nadie fue capaz de controlar.
Se sabe que en cuatro o cinco ocasiones dio el visto bueno personalmente a la pena de muerte y, aunque no rechazó en principio "la justice du peuple con la patrie en danger", nada tuvo que ver con las ejecuciones en masa, que repudiaba.
En 1793, en pleno auge del Terror, presentó una moción en el Comité y en la Convención rechazando que el pueblo pudiera imponer su voluntad al Gobierno, a quien deben corresponder en exclusiva las ejecuciones. Quizá su error fue asumir el protagonismo esencial del sueño de la república virtuosa, de la pureza revolucionaria, de la regeneración moral obligatoria y de la tiranía de la virtud. Esto tuvo el efecto positivo de ser valorado como la personificación de la revolución extrema, el prototipo implacable, inexorable e incorruptible del rigor revolucionario que por esencia conduce desdichadamente al exceso y al horror.
La propia Convención Nacional donde habían tomado asiento girondinos, ultra revolucionarios, jacobinos insaciables de venganza, indulgentes daltonianos, incluso diputados temerosos que se estremecían cuando
Robespierre en sus discursos citaba a los culpables de los excesos del Terror, todos se alinearon para calumniarle y pedir su muerte junto con la de otros jacobinos, entre ellos Saint-Just y Cauthon.
Ese mismo día en forma astuta y vertiendo traidoramente sobre Robespierre los problemas que ellos mismos habían ocasionado, empezó como se dijo al principio, el diluvio de críticas y acusaciones contra el Incorruptible, que fue denostado de tirano, paranoico o déspota.
Finalmente el 27 de julio de 1794 fue detenido, al día siguiente en la Plaza de la Concordia obligado a arrodillarse, fue acomodado bajo el filo de la guillotina. El mismo pueblo de París que lo vitoreaba antes se amontonaba ahora a su alrededor. Lo último que escuchó fue el grito de "¡Abajo el tirano!".
Robespierre no fue la cabeza del Terror, sino su víctima.
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